¿Qué
adolescencia no es difícil?
La
mayor parte del tiempo la pasaba en una burbuja. En la ingenuidad de
mis años creía que si no me metía con nadie, nadie se metería
conmigo. Los videojuegos, libros y TV le ganaban la competencia,
incluso, a las actividades deportivas por lo que mi estado físico
era más vulnerable a la de los amigos y compañeros de mi entorno.
Chico
bien portado en escuela y colegio. Me podían cuestionar cualquier
cosa menos mi conducta por la que hasta llegué obtener diploma de
plata. El ejemplo para ello lo seguí de mi madre y tan bien lo supo
ella que tuvo la oportunidad de defenderlo, a su estilo, por esos
días.
Pareciera
que en cada curso debe haber un instigador, un chico problema. En mi
grupo, ese alguien era un recién llegado, flaco, más bajo que yo de
estatura, pelo ondulado y de ojos verdes, tan claros que, en
conjugación con su actitud, parecía poseído por el demonio.
Llegó
a insultarme la madre. Tan reiteradas eran sus provocaciones que
aquella acabó con mi paciencia. En la poca fuerza que tenía le metí
un puñete en la mandíbula, medio se tambaleó, respondió, las
técnicas de lucha eran casi parejas pero antes de que se definiera
un ganador el inspector del plantel nos llevó al rectorado.
“Este
siempre da problema” dijo el inspector señalándome. Me habrá
confundido, era mi primera polémica, al menos en el colegio. El
rector me hizo señas para quedarme callado... no sé si sería para
evitar complicar el asunto o me coartaba deliberadamente el derecho a
la defensa. Misterio sin resolver.
Como
consecuencia del hecho, llamaron a los padres. Asistieron las madres.
La mía se justificó en que quería conocer de cerca mi primera
riña. El padre del otro era un marino... Dios sabrá por qué no
fue.
De
lo que sucedió, mi mamá lo resume en que la madre de mi
contrincante “poco más y lo elevó a los altares, que su hijo era
incapaz de agredir, que seguramente fue el otro el que lo provocó,
que era yo quien debía ser sancionado”.
El
turno de mi mamá, sus cuatro años en Derecho no eran en vano. “Mi
hijo jamás ha tenido problemas de conducta en ningún plantel,
averigüe el historial del otro”. Aún así, nos quedamos sin saber
los antecedentes.
La
decisión del dirigente de curso fue salomónica: 15 de conducta para
cada uno en el trimestre corriente. Él salió ganando, yo perdiendo
el diploma de oro.
Pasan
los años y el oficio de periodista me llevó a conocer de cerca a un
grupo de padres que defendían a sus hijos por su presunta
participación en una gresca campal cerca de Mall del Sur. Las
excusas presentadas llegaron a hacer sonreír a las autoridades
educativas por su inverosimilitud.
La
última madre en intervenir, de ocho representantes presentes, habló
en tono elevado. “No sean tontos, no les solapen la sirvengüencería
a sus hijos, yo sí reconozco que el mío estuvo en el momento y
lugar equivocados. ¿Creen que esto desaparecerá el problema? Pues
no”. El silencio de los aludidos fue por demás elocuente.
¿Cuántos
habrá como esta madre de familia? ¿Cuántos más habrá como los
otros?