Si un amigo nos deja, abruptamente, apresurando su paso, hay desconcierto y dolor, desazón, miedo e incertidumbre; sentimos como si nos hubiera fallado, como si al adelantarse nos hubiera engañado, como si su promesa de lealtad, su pacto de afecto se hubiera roto, como si ese contrato invisible rubricado por el amor compartido se hubiera deshecho violentamente dejándonos solos aunque estemos acompañados.
Hay amigos y amigos. Hay el amigo con el que se comparten pillerías y bromas, el otro con el que se conversa todo y nada, aquel que nos enriquece con sus lecturas y conocimientos, el otro que conoce aquellos aspectos oscuros de nuestra personalidad que quisiéramos esconder, pero que nos acepta pese a todo, aquel al que la vida lo ha llenado de sabiduría y con proverbial generosidad es capaz de estimularnos y reconocernos cuando más lo necesitamos e incluso cuando no es necesario y cuya sencillez y amabilidad lo hacen ocupar un lugar especial en el santuario de nuestra memoria. Todos tienen como lazo invisible el afecto y el hecho que siempre nos sentimos cómodos y seguros en su presencia: locuaces, animados, espiritualmente acompañados.
Un amigo es el compañero leal y adversario respetable de las ideologías, una amiga es el abrazo mitigante y la palabra bien intencionada. Los amigos, las amigas, son el tesoro irremplazable de los recuerdos, los pensamientos… Por eso su presencia es un espacio sagrado en la memoria y en el alma.
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